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Roma y otras películas bajo el agua


POR JUSTO PLANAS

Roma, que ha sido reconocida por Žižek como un “clásico inmediato”, es solo la punta del iceberg de un cine en Latinoamérica que podríamos llamar el cine de sirvientes. Las razones por las que Roma no pertenece a la zona sumergida de ese iceberg y las razones por las que existe un cine de sirvientes, casi un subgénero en Latinoamérica, están conectadas, son una misma razón.


Roma, entre otras cosas, recoge la lucha de Alfonso Cuarón con su propia conciencia, con la consciencia de su propia clase. La sirvienta de Roma es la ficción de la sirvienta de Cuarón. Una persona que ha convertido en personaje para lograr exorcizarla, para en el plano de la ficción diluir responsabilidades éticas de la clase que él representa con la lejía de un buen melodrama. Todo distrae en Roma de la función que ocupa Cleo dentro de esa casa, de su papel como sirvienta, de su sumisión a Marina, la dueña. Cuarón performativiza un escenario que le permite a Marina limpiarse frente a Cleo. Una circunstancia excepcional que dentro de la diégesis que sueña Cuarón parece eclipsar la vida cotidiana: un día a día donde la señora reprende porque no se ha limpiado bien la entrada.


Muy sumergida en ese iceberg está La teta asustada, de la peruana Claudia Llosa. Llosa y Cuarón pertenecen a la misma generación de cineastas latinoamericanos, cineastas que a diferencia de los del nuevo cine, pertenecen a la famélica clase media o incluso clase alta latinoamericana, cineastas que hablan de los pobres desde otro ángulo y que intentan exorcizar sus fantasmas con más o menos dignidad. La sirvienta de La teta asustada y la de Roma son sirvientas indígenas, y como todo sirviente viven entre dos mundos, conectándolos: el mundo de los pequeños placeres y el mundo de las grandes necesidades. Fausta, la sirvienta de La teta asustada, lleva la música de su mundo, de su dolor, a la casa de Aída, que es compositora. Aída expropia a Fausta de su arte, lo vende como suyo, lo hace grato a los oídos europoides. Aída, por supuesto, es un alterego de Claudia Llosa, que sabe que va a ganar premios en Europa y será nominada al Oscar con el dolor de mujeres peruanas que ella no ha sentido, porque su Perú es otro. Pero a diferencia de Roma, la película de Llosa no intenta escapes conciliadores como tampoco lo hace João Moreira Salles en su documental Santiago.


Santiago fue el sirviente de la infancia del realizador brasileño João Moreira Salles, y como Llosa y Cuarón necesita regresar a él en su cine para saldar quién sabe qué deuda. Santiago no es el protagonista de Santiago, sino João Moreira Salles. De la misma forma, Roma gira eróticamente alrededor de Marina, la cámara la contempla, la actriz la realza: Marina es inteligente, altruista, segura, una verdadera madre, la madre de Cuarón. Santiago aparece frente a la cámara, pero la voz de Moreira Salles fuera del cuadro lo somete, corta su testimonio, redirige sus palabras, lo silencia, le ordena, lo serviliza. Santiago es sirviente de nuevo, y el público observa con horror cómo Moreira Salles lo regresa a su antigua piel. Moreira Salles se expone, Cuarón se expía.


Como Roma deja ver, el sirviente es muchas veces un sujeto tan vulnerable como la clase que representa y lleva en sus carnes las marcas de un dolor que el discreto encanto de la burguesía pretende tapizar. Si Cleo sufre en silencio las angustias de un embarazo y luego la pérdida de su hija, Fausta protege en su casa el cadáver de su madre en descomposición, y es heredera y prueba material de una violación. En El niño pez, de la argentina Lucía Puenzo, estos afectos, muchas veces de un carácter erótico, aparecen redibujados por medio del mito. La sirvienta paraguaya Ailín ha perdido también un hijo. Puenzo, que se asoma en el personaje de Lala, intenta envenenar a su padre, el señor de la casa, que no solo abusa psicológica sino sexualmente de Ailín. Lala, Puenzo, intenta redimirse ante su personaje sirvienta, un personaje al que usa también, al que desea y posee sexualmente, y huye a Paraguay en su busca, quiere conocer a su padre, quiere conocer sobre esa historia que le contaba Ailín de un niño pez, la historia de su niño ausente. Lala quiere salvar a su sirvienta guaraní, corre tras ella, necesita irse al Paraguay para encontrarla. Cuarón hace que Cleo lo salve a él a punto de perderse en un océano, hace que salvándolo a él, ella se salve.


En México, Carlos Reygadas comparte la obsesión erótica y cierto terror hacia el sirviente. Si en su ópera prima, el protagonista, un forastero de ciudad, le pide a Ascen, su hostelera y sirvienta que le permita tener sexo con ella, en Batalla en el cielo invierte la ecuación: es el chofer de la casa quien (de manera consensuada) se acuesta con su joven ama. Ella, blanca, que acaba de venir de otro país, como importada, une su cuerpo al de Marcos, obeso, de una obesidad que algunos críticos consideraron “ofensiva”, a su piel oscura. Marcos es el chofer del padre de Reygadas, como Cleo es la sirvienta de la madre de Cuarón. Reygadas de alguna forma se transmuta en Ana, la chica. La presencia de un sirviente (que esto nos quede claro) es un acto de posesión, los hábitos, los olores, los odios de su clase entran por la puerta de servicio de la mansión y lo dominan todo, en especial a los niños. Los sirvientes convirtieron a Reygadas y a Cuarón en sujetos híbridos, hay algo erótico en este acto, algo también de violación que espanta la virginidad de su linaje. Marcos termina matando a Ana. Reygadas teme morir en cuanto tal, desea morir. La figura del sirviente asesino es recurrente: en Post tenebras lux, Siete apuñala al aterego de Reygadas, y esta herida lo cambia para siempre.


Podríamos tomarnos un tiempo para explicar cómo Roma canibaliza los presupuestos de la generación de Reygadas, Llosa, Puenzo, Martel, una generación que reacciona ante el comercialismo celebratorio del cine de los noventas y el didactismo del nuevo cine construyendo mundos políticamente complejos para espectadores inconformes. Una generación de cineastas de clase media alta que no compra las ilusiones dominantes de su propia clase ni de su nación y que ha hecho del escepticismo una nueva forma de emancipación intelectual.


Roma ha trabajado la forma de este cine, pero no la intención. Su título de topografía abstrusa es un déjà vu de Jauja, de Japón, de Yvy Maraey, pero no planea una escapada utópica sino una legitimación de este mundo. Es la punta visible de ese iceberg, un clásico instantáneo, porque sostiene el mito de su clase, de su nación. Porque el espectador tiene la oportunidad de llorar la servidumbre indígena para luego agradecer la bondad románica, criolla.

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