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Miel para Oshun

Actualizado: 25 feb 2019

POR REYNALDO LASTRE

Miel para Oshún (2001), de Humberto Solás, puede leerse desde tres ángulos que tienden a complementarse: la meditación existencial del cubano-americano, la reflexión artística sobre las ruinas del Periodo Especial y la búsqueda de un nacionalismo extraviado. Cada uno de ellos conduce, por su cuenta, a específicos análisis de la Cuba de fin de siglo, pero todos se conectan en la voluntad tácita de resituar un archivo de lo cubano a través de un viaje al origen, un viaje que pretende deshacer esos pasos perdidos que han fracturado la armonía del espíritu nacional en la experiencia individual.


El Roberto actuado por Jorge Perugorría viene a ser una de esas malas lecturas de Vidas en vilo, el texto de Gustavo Pérez-Firmat, donde se analizan los avatares de la emigración cubana en Estados Unidos, y su anhelo, condenado al fracaso, de alzarse por encima de la historia y la geografía para restituir esos lazos afectivos con la Isla que han dejado atrás. Hijo de un recalcitrante anticastrista, la emancipación de Roberto solo es posible con la muerte de esa figura paterna, que lo libera de la prohibición de visitar a Cuba. Sin embargo, esta decisión pone en riesgo un grupo de certezas existenciales relacionadas con su frágil identidad, que una vez puestas a prueba, terminan derrumbándolo.


En sus monólogos de transeúnte por las calles de La Habana, que facilitan una conexión con el Sergio de Memorias del subdesarrollo, admite no saber quién es. Si Sergio se preguntaba, en el filme de Alea, qué lo mantiene atado a una ciudad tomada por los comunistas, Roberto parece preguntarse lo contrario, es decir: ¿qué ha estado haciendo, durante 32 años, en un país que no es el suyo? A través de ese subtexto es posible constatar que, al contrario de un Sergio que se mantiene expectante frente a una Habana conocida en constante ebullición, el cubano-americano que representa Roberto debe conformarse con revivir las memorias de una ciudad que solo conoce a través relatos y fotografías. Su desventaja es la de un melancólico que no tiene una imagen nítida del objeto de su melancolía. Su proximidad con el archivo de lo cubano es mayormente literaria (los relatos de la comunidad exiliada en los sesenta, que encarna la generación de sus padres, las lecturas de su formación como profesor de español y literatura latinoamericana en universidades de Estados Unidos), nunca en el orden de la experiencia. Su salida forzosa de Cuba a los siete años solo le permite atesorar un conjunto de memorias de infancia, bastante difusas, en las que ocupa un lugar importante su prima Pilar, que se convierte en coprotagonista y, en una suerte de contrapartida de los desvelos existenciales del personaje central.


Pero hay un dato más que permite regresar a esa conexión velada entre Sergio y Roberto. Los dos letrados marcan el principio y el final de una experiencia, el capítulo soviético, que obnubiló el discurso en torno al nacionalismo en la Cuba de la Revolución. Si Sergio, en el inicio de la década del sesenta, veía con pesar cómo las librerías de la ciudad se llenaban de textos venidos de la URSS, o alusivos al marxismo-leninismo, Roberto asoma cuando La Habana comienza a vivir su esplendor como ruina, y reaparece el discurso de lo nacional atado de un aterciopelado folclor. En la ciudad a la que regresa Roberto se mezclan los carteles turísticos con los murales de la propaganda comunista. Ya es La Habana del “Periodo Especial en tiempos de paz”, la misma que puebla la literatura de la época con sus apagones sistemáticos, sus prostitutas románticas y una escenografía que, lejos de lucir de cartón, como Sergio le llamaba socarronamente, parece el resultado de esa guerra anunciada al final de la propia Memorias…, durante aquella crisis de los misiles.


Pero esa guerra, que nunca llegó a estallar al menos en su sentido literal, terminó adoptando el carpenteriano aspecto de una “guerra del tiempo”, una destrucción por desgaste, abulia y precariedad que alcanzó su culmen durante el Periodo Especial, el contexto privilegiado al que llega Roberto. Pero ese arribo, tantas veces soñado y tantas veces pospuesto por el protagonista, no podía presentarse sino a través de la mistificación. La expectación desde las ventanillas de un avión cargado de exiliados a punto de aterrizar, seguido de un mar de abrazos sazonado con besos y lágrimas en el Aeropuerto Internacional “José Martí”, nos invitan a leer el contexto como el reverso de aquel otro que vivió Sergio al inicio de Memorias..., cuando despedía a sus familiares sin muchos indicios de afecto. O más bien, este otro vínculo puede verse como el cierre de una triste y larga experiencia de separación y dolor. Los hijos de aquellos cubanos que partían de la isla hacia un rumbo incierto ahora regresan para intentar sanar aquella profunda herida. La continuación de ese cataclismo es amenizada por la voz de Carlos Varela, que con su tema “Habáname”, incluido en el álbum Como los peces, matiza el espectáculo de las ruinas con el mito del tesoro que oculta la ciudad.


En medio de esa dialéctica de desconcierto y tristeza aparecen Pilar, la prima, y Antonio, el taxista. Ambos van a jugar el papel de contrapeso, y se convertirán en la tipificación de los cubanos “genuinos”. Pilar es la encarnación de una fantasía, es el espectro del burgués urbano, versado en arte, blanco, sensual y letrado, que ha quedado para acompañar con pasos firmes la emancipación y decadencia de la Revolución. Su trabajo de restauradora de edificios patrimoniales es una extensión de su existencia. Antonio es la otra cara de la moneda. Su construcción pretende tipificar a cierto tipo de proletario en la sociedad socialista cubana. Para lograr su soberanía ciudadana, se ha sumado a todas las movilizaciones y eventos patrióticos y de reafirmación revolucionaria, construyéndose para sí mismo un expediente confiable que le ha valido para obtener un puesto como chofer en la empresa que administra el turismo de la ciudad.


Los dos serán acompañantes de un azaroso y errático viaje hasta el último resquicio del oriente del país, siguiendo pistas falsas y verídicas del paradero de la madre. Pero este viaje físico deviene también en un desplazamiento alegórico, no solo en lo que representa esa distancia de la capital, es decir, del sitio que ha capitalizado, desde la consolidación del país como colonia, el sentido y la historia de toda la isla. Esta historia, como ha anotado Michael de Certeau sobre las narrativas históricas en general, no es otra cosa que una ficción. En ese sentido, el viaje que emprenden a los confines del país deviene metáfora de esa “Cuba secreta” que ya no es posible encontrar en La Habana. Y de esa forma comienza el desplazamiento doble que constituye el grueso del relato, pues, como escribió Rufo Caballero en una de las aproximaciones más interesantes al filme, es allí donde se une la búsqueda de la identidad nacional con la individual. “Eso es Miel para Oshún -asegura el crítico-, el dibujo de un peregrinaje existencial que se explica en la insularidad y la conflictividad histórica en la necesidad de la madre. Del vientre, del origen, de la compacidad que un día fue una. No siendo otra la parábola, absolutamente todo en Miel para Oshún resulta alegórico. Al protagonista le roban su pasaporte porque, claro, ha extraviado su identidad” (Revolución y Cultura #2, 2001).


Pero esa pérdida de la identidad individual puede extenderse no solo a los otros dos personajes centrales, sino a casi todos los que intervienen en el relato. Si esa madre a la que buscan alegoriza a la patria (una patria femenina y suave, tal como empieza a imaginarse en esta década), es curioso que nadie sepa cómo encontrarla. La descolocación de esa patria, ese eufemismo de un archivo de lo nacional, portador de una ley y un soberano, es lo que parece señalar Solás y su hermana, la guionista del filme, como el verdadero dilema de lo nacional. La prima, que dice recordarla vagamente, cuando era niña, se lanza a la búsqueda con la misma energía que Roberto. Se convierte, como ha señalado Jorge Ruffinelli, en su “Virgilio” durante el proceso de búsqueda.


En el aplazamiento del objeto del deseo, que provoca no pocas angustias en los protagonistas, se cocina, como en La Odisea, de Homero, ese crecimiento existencial por el que Roberto clama. Allí se produce el hallazgo y la confrontación con el archivo. Los realizadores parecen compartir ese mito nacional de la pobreza irradiante lezamiana, que termina convirtiéndose en un cómodo referente del discurso de lo nacional. Miel para Oshún parece abrirle una brecha a esos bicicleteros de Madagascar, que pedaleaban en masa rumbo a un oscuro túnel. A la altura de los 2000, cuando muchos parecen imaginar el fin de la pesadilla del Periodo Especial, el filme regresa a los profundos noventa para situar allí unos personajes que, a diferencia de aquellos de Fernando Pérez, terminan devolviendo sonrisas y abrazos a la precariedad.


La película acaba siendo una especie de “libro de los abrazos” a lo Galiano, proponiendo un régimen de afectos como el centro de ese archivo que se busca. Y la religión afrocubana va a convertirse aquí en una de las llaves maestras para acceder a él. Es una idea palpable desde el propio título del filme, donde se invoca al santo que, en el panteón afrocubano, simboliza la protección materna. Cuando los otros archivos (recuerdos de amigos, expedientes laborales o médicos) sólo proporcionan falsas pistas sobre el paradero de Carmen, la madre perdida, la voz de los santos indica, desde un inicio, el camino correcto. Una voz a la que Roberto, imbuido en un racionalismo que aquí parece ser privativo de un afuera, no le brinda ninguna importancia. Con el fin de la era soviética y la llegada del Periodo Especial, el archivo afrocubano parecía adquirir la autoridad en el marco de un pequeño terreno cedido por el marxismo ortodoxo. Era el sitio donde convergían la cultura popular y la fe, dos de los principales aliados del sujeto de los noventa que Solás reconstruye aquí (en esos personajes secundarios), tan diferente del pesimista que pedalea en Madagascar.


Pero Humberto Solás hurgar de una forma diferente en ese archivo que se ha hilvanado desde el inicio del largometraje. Ya en el final, cuando se produce el encuentro con la madre y se revela su rostro (que se ha ocultado todo el tiempo al espectador), el director lanza la carta que ha estado guardando durante toda la historia. Podría pensarse que, si la experiencia del viaje era el verdadero develamiento del archivo, no era necesario presentar el encuentro con la madre como su coronación. Al descubrir a la mítica Lucía en el rostro de la madre (una de las protagonistas del filme homónimo dirigido por el propio Solas en la década de los sesenta, y fuera considerada por varios especialistas como una de las más importantes de todo el cine latinoamericano del periodo), el sentido de esa búsqueda adquiere otra connotación. La tercera Lucía, obrera, pobre y analfabeta, es la que tiene ante sí la posibilidad de una emancipación que les resultó imposible las dos anteriores, víctimas, según la ideología del filme, de una época histórica previa a la Revolución que les impone demasiadas barreras.


Los guiños a Memorias del subdesarrollo ahora se convierten en otro tipo de complemento. Incluso, la estética del filme, rodada en digital, con un numeroso grupo de actores profesionales y una cámara en mano que se arriesga a improvisar en momentos claves, alcanzan un sentido dramático que apunta en una dirección: la película de Solás fija su atención en los discursos maestros del cine cubano de los sesenta. Esa vocación autorreflexiva, que el crítico Dean Luis Reyes ha señalado como uno de los ejes centrales de la nueva producción audiovisual cubana independiente al ICAIC, ya estaba in nuce, en Miel para Oshún. Ese regreso al vientre materno guarda un sentido estético, de homenaje, pero también de revisión. Abre un debate alrededor de las rupturas y continuidades de un cine que capitalizó el discurso intelectual de una década, por medio de tensiones y lealtades.


La nostalgia por el cine de aquella época, anterior a la institucionalización de la cultura que se padeció en el país, es visto aquí como una forma de prefigurar un posible porvenir. ¿Qué será del futuro cine cubano? Solás respondió a esta pregunta aludiendo al soporte técnico de su película, que aligeraba los costos y minimizaba el equipo de trabajo, pero el mensaje latente estaba en el develamiento de ese archivo que reúne a Sergio y a Lucía en un mismo espacio, entablando un diálogo más orgánico y productivo con la Historia. Es un giro que, aunque no deja de ser polémico, es más coherente con el trabajo previo de su director. Es una manera de regresar a un mito y un archivo en el que él mismo participa con auténtico protagonismo.


 
 
 

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