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Guantanamera

Actualizado: 15 ago 2018

POR JUSTO PLANAS

Ataúdes, casas, estómagos, camiones… son innumerables las figuras de las que Tomás Gutiérrez Alea se valió para ventilar ese mal de archivo que parece recorrer su cinematografía. La necesidad de archivar: de guardar o revelar, de enterrar o exhumar, de engullir o parir, de catalogar y ordenar la mirada, se manifiestan ansiosamente en su obra.


Pensemos en La muerte de un burócrata (1966) y la urgencia por desenterrar al Tío Paco y su carnet laboral, y luego la urgencia mayor de regresarlo a su tumba. En más de un sentido, el cadáver es una figura que necesita pasar por la Ley antes de quedar bajo tierra, es una figura que se archiva no solamente en su cripta material sino en una de tinta que paradójicamente lo despoja de toda su corporeidad. El sobrino del Tío Paco comprende esta ironía macabra mientras intenta lidiar con la burocracia habanera para devolver al difunto a su espacio: La vida o más bien la muerte siguen su curso, se rebelan contra el brazo entumecido de la Ley, el difunto se descompone en una dimensión alterna a ella. El cuerpo no pide permisos.


Si bien la muerte es una de las figuras archivísticas que más asoma en la obra de Gutiérrez Alea, otros de sus personajes avanzan por la trama, por ejemplo, en busca de tesoros escondidos en la barriga de un mueble como en Las doce sillas (1962), o se convierten ellos mismos en reclusos, preservándose del tiempo cual documentos o difuntos, archivándose en una casona como en Los sobrevivientes (1979). En este último filme, la obsesión de Sebastián por preservar la memoria escrita de su apellido Orosco, desde la Conquista hasta el presente, memoria épica, contrasta con la degeneración de sus familiares vivos. La historia del filme desborda, satiriza y contradice la manera en que Sebastián registra su tiempo, y pone en crisis el tono y la veracidad de la epopeya de los Orosco en Cuba desde su mismo origen.


En la leyenda del archivo que nos ofrece Gutiérrez Alea, nada hay más locuaz que la palabra que no se dice o aquella cuyo sentido se ha perdido para siempre. Así, La muerte de un burócrata se extiende a propósito de todo menos de la muerte en sí del Tío Paco, que se presenta como una suerte de detonante, de preámbulo de la historia. El Tío, como todo cadáver, no habla, sino que apesta y atrae tiñosas. El Tío es solo el tío del protagonista, aunque el filme se intitule no con su entierro sino con su muerte. Las circunstancias que sacan al anciano del mundo de los vivos y su gran invento de una máquina que permita crear bustos de Martí en serie constituyen la clave que descifra todo lo demás. El cuerpo del Tío Paco es una llave maestra que termina enterrándose en la misma medida en que las joyas perdidas en el cojín de una silla abren los arcones de una clase social también extinta. En Los sobrevivientes, la familia Orosco no solo pierde la memoria escrita de todos sus ancestros, sino que queda despojada de toda palabra, sepultada en la más abyecta animalidad.


En Guantanamera (1995), el mal de archivar adquiere una inusitada vitalidad que contrasta no solo con cierta desazón macabra de otros filmes de Alea sino con el espíritu del Período Especial cubano en que se inserta y el argumento mismo de la historia. Tomás Gutiérrez Alea echa a correr el proyecto de su película mientras su cuerpo va perdiendo la batalla contra el cáncer, sin embargo, esta cinta sobre el sistema funerario cubano guarda un testamento de vida que se aloja en el significado mismo que se le otorga a la muerte. En una suerte de intervención mítica que se presenta como un segmento autónomo dentro del filme, el director define la muerte como paradoja de la vida: Olofin pide a Ikú que haga llover sobre la tierra para que los ancianos queden sepultados bajo las aguas, solo así los jóvenes podrán reinar en el mundo dejado por ellos hasta que les llegue su hora.


La muerte en Guantanamera se expresa así en términos no solo sincréticos sino como la cara de una moneda que se comparte con la vida. Y, en consecuencia, el personaje que la representa es una niña vestida de luto que se anuncia por la cópula de tambores batá con cantos gregorianos. La Muerte, como personaje de Guantanamera, manifiesta su origen en esta doble naturaleza: tan antigua como la primera criatura que vio la luz y, sin embargo, encapsulada en el estado primigenio del cuerpo humano.


Como en los filmes anteriores, el archivo en su significado ulterior es parco, tan parco como la niña Muerte. Carece de un catálogo que permita ordenarlo y abarcarlo. Es esta la angustia del sobrino de Paco, quien no encuentra el espacio designado por la Ley para su cadáver; y también la ansiedad del aristócrata de Las doce sillas, que no logra orientarse una Cuba ya dotada de otro orden y necesita de un lazarillo. En Guantanamera, Tomás Gutiérrez Alea intenta coger por sus alas un tipo de personaje que siempre se le escurrió por entre los dedos, cuyo ser aparece en varias de sus obras (Memorias del subdesarrollo, por ejemplo) como una dolorosa y fascinante incógnita, y a cuyas embestidas ontológicas solo entrega pecho y frente en Hasta cierto punto (1985): el/los personaje(s) femenino(s). A la par, se acerca a los confines intransitables de la muerte y la feminidad en Guantanamera a partir del deseo de desentrañar un ethos nacional. Desde este principio, tanto la mujer como Cuba se presentan como un Otro deseado y a la vez imposible de abarcar en su totalidad.


La protagonista, Georgina, una profesora de marxismo desempleada, se desdobla en su tía Yoyita, cuyo cadáver acompaña desde el oriente de la Isla hasta la capital. El carro fúnebre preñado con la semilla de la anciana difunta es asaltado por una mujer que está a punto de dar a luz y que se empeña en penetrarlo para que la lleven al hospital. El cadáver de Yoyita, sin embargo, sigue su curso hacia La Habana. Sin embargo, el taxi que lo acompaña, con su sobrina dentro debe regresar con la embarazada, quien pare “una niña preciosa”. Otras muchas mujeres, cargadas cada una con su propio tipo de preñez, comparten viaje con la difunta, se le cruzan, o interrumpen su continuum. Cuba es la promesa de un mensaje archivado en un vientre materno, en un ataúd, el cadáver constituye aquí otra forma de vida embrionaria. La mujer futura ya se encuentra prometida en los orígenes


Georgina y su tía muerta no solo comparten el nombre, sino el origen, son guantanameras y este gentilicio que da título al filme demarca por tradición musical, histórica y por la razón de su geografía un punto donde comienza lo cubano. En el Oriente estalla la primera guerra de independencia. Allí se crea el himno nacional o “de Bayamo”. Cristobal Colón “descubre” la Isla por esa zona también. Y, por supuesto, el nido de la Revolución Cubana se localiza en la Sierra Maestra. La popular canción “Guantanamera”, que recrea el mito de la guajira como seno de la nación, es enfáticamente citada en el filme. Y todas estas feminidades, incluyendo a la niña-muerte, se constituyen en una sensibilidad superior que sería la promesa de un archivo de lo nacional.


El movimiento de Oriente a Occidente, la ansiedad que moviliza a más de un personaje por llegar a La Habana exhuma el performance ejecutado por las guerras de liberación cubanas, que nacieron allí como estrategia para conquistar el Occidente. Sin embargo, esta suerte de déjà vu histórico se confunde con el maremoto migratorio oriental hacia la capital a lo largo de los 90. A medida que la historia de cada personaje se desplaza, la cámara registra la casi compulsiva necesidad del cubano de los 90 por mantenerse en movimiento: caminantes, ciclistas, camioneros, guagüeros, choferes, carretoneros, maquinistas de tren… ruedas, patas y pies van construyendo una red que el poder y la ley intentan, pero no alcanzan a regular.


La forma en que se archiva esta nueva campaña de Oriente a Occidente carece de la virilidad de otras épocas, no es fálica ni se manifiesta por la fuerza. Mariano, un ingeniero devenido camionero, coincide con el cadáver de Yoyita y su sobrina más de una vez en la ruta hacia La Habana. El viaje burocráticamente asignado a su camión por la Ley es alterado, pues el acto mismo de subversión garantiza la vida en los 90. El camión de Mariano carga plátanos, cerdos, pasajeros, ristras de ajo con una carnavalesca promiscuidad. La vida parece bullir por esos senderos apartados de la Ley y el Orden oficiales.


Georgina se ve forzada a seguir la ruta de su esposo Adolfo, un burócrata del sector funerario, quien ha organizado un plan maestro para trasladar los fallecidos de una provincia a otra de la Isla e intenta dar el ejemplo con la difunta Yoyita. El itinerario oficial de Adolfo revela una Isla poco espontánea, cuya naturaleza no reconoce y más bien se opone al imprevisto de la muerte, o de la vida. Adolfo sigue la geografía del peso cubano, que lo lleva a él y sus acompañantes al borde de la inanición: en las cafeterías estatales solo hay agua, ron y tabaco. Mientras que la ruta de Mariano es la del dólar que le da acceso a una red de paladares, restaurantes al borde del camino y de la Ley, e incluso a cafeterías estatales en divisa.


La polaridad entre lo viejo y lo joven constituye una de las temáticas de mayor aliento en la obra de Gutiérrez Alea. Es curioso, sin embargo, que el rol que antes desempeñara la mentalidad burguesa —Sergio en Memorias…, el aristócrata de Las siete sillas, etcétera— viene ahora a encarnarlo un sujeto como Adolfo, preocupado por la productividad y la eficiencia del socialismo cubano, pero incapaz de leer y adaptarse a su época. Mientras Adolfo toma registro “exacto” del traslado de la difunta Georgina y sus dolidos desde Guantánamo hasta La Habana, su chofer ejecuta un proceso de archivamiento otro: en el taxi entran desde cebollas hasta gallinas vivas, y cuando las oquedades del auto no alcanzan, los bordes del ataúd comienzan a poblarse de plátanos que las coronas protegen de la mirada indiscreta.


Los registros de Alfonso quedan para ser leídos por funcionarios como él, por periodistas, por aquellos que piensan y creen en la Ley. Como en Los sobrevivientes, la letra escrita es letra huera. El archivo del taxista será, en cambio, deglutido. El cuerpo, como en La muerte de un burócrata, no respeta los papeles.


Fidel Castro, en un discurso de 1998, se refiere a Guantanamera con irritación: “brindar esa imagen de este pueblo heroico, en medio de su mayor gloria y de su mayor heroísmo, no tiene nada de patriota”. Curiosamente, las categorías que moviliza en su crítica: patriotismo, heroísmo, imagen, se encuentran en el foco de debate del filme, pero ocupan un orden distinto al del discurso oficial. Gutiérrez Alea no apela al Bayamo heroico que fue cuna de las Guerras de Independencia sino al Bayamo que burla “las restricciones y el férreo monopolio comercial de la corona española”, un Bayamo que se burla. Son estos los orígenes que le interesan, en los cuales parece encontrar la Cuba de Guantanamera las mejores expresiones de vitalidad, una Cuba carnavalesca donde se archiva el cadáver junto al vientre materno, entre manos de plátano, coronas de flores y dientes de ajo.

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